A pesar de su recargada agenda y de tener que tomar juramento al
remozado Gabinete, el presidente García hizo un viaje relámpago a
Guayaquil para sumarse al esfuerzo por apuntalar la CAN.
Hace ya varios años que los presidentes vienen repitiendo estos
esfuerzos sin resultados positivos aparentes. Y aunque ha habido
algunos avances, pareciera que los retrocesos y estancamientos son más
frecuentes.
En Europa, sin embargo, el proceso ha sido más auspicioso. Países que
se enfrentaron en dos guerras mundiales, con idiomas e idiosincrasias
diferentes, y con economías en disímiles etapas de desarrollo están a
punto de promulgar una Constitución común, después de haber formado
una asamblea parlamentaria (Parlamento Europeo) y compartir una moneda
única (Euro).
El camino que la Comunidad Europea ha recorrido es relativamente
corto. Se inicia en 1951 con el Tratado de París, en el que se
establece la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, organismo
mediante el cual sus seis miembros primigenios enfrentaron el problema
de la crisis energética con relativo éxito.
El Tratado de Roma, de 1957, y el Acta Única Europea, de 1986,
siguieron a esta iniciativa. Estos esfuerzos sucesivos solo pudieron
lograrse gracias al firme convencimiento de que la realidad económica
del mundo implicaba conformar bloques de mayor capacidad negociadora.
El Tratado de Maastricht, firmado en febrero de 1992 y modificado por
el Tratado de Amsterdam, entró en vigor en mayo de 1999. El Tratado de
la Unión Europea consagra oficialmente el nombre con el que este
bloque es conocido actualmente y supone no solamente una ligazón
económica, sino un paso irreversible hacia la unión política.
A pesar de las grandes dificultades que tuvieron que enfrentar, los
países europeos supieron mirar el mundo y, a partir de esa mirada,
llegar al convencimiento de que sus intereses estatales pasaban
necesariamente por una visión común. Hoy, tienen una moneda común, un
Parlamento que funciona efectivamente como tal y un concepto de
ciudadanía que no conoce restricciones de origen. Igualmente, han
establecido una política exterior y de seguridad comunitaria. Viejos
enconos y suspicacias han sido reemplazados por la realidad política y
económica.
En Sudamérica pretendemos hacer lo mismo. Este esfuerzo integrador se
inició en 1969 con la firma del Tratado de Cartagena, al que se
adhirieron Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú. Chile fue miembro
originario pero se retiró en el año 1976, mientras que Venezuela se
incorporó en 1973 y se retiró en el 2006. Su objetivo principal fue
promover el desarrollo equilibrado y armónico de los Países Miembros.
Aparentemente, sería este ambicioso y tal vez irreal objetivo el que
habría causado las mayores dificultades. Y nos referimos a aquellas
que hasta el día de hoy no permiten su consolidación, a pesar de que
algunos países no han tenido enfrentamientos bélicos entre sí, hablan
el mismo idioma, comparten la misma escala de subdesarrollo y tienen
los mismos orígenes históricos.
Con diversos nombres y renovados deseos de integración, los países que
integran la CAN han tenido una presencia formal intermitente. Una
muestra de su poca alentadora marcha es el Programa de Liberalización,
que tuvo por finalidad la apertura total entre los Países Miembros a
partir de la eliminación de todo tipo de arancel.
Bolivia, Colombia y Venezuela concluyeron su apertura recíproca en
1992, Ecuador lo hizo en 1993 y Perú reasumió sus compromisos con el
grupo en un proceso que debió haber culminado en 1995, con la creación
de una Zona de Libre Comercio. Actualmente, la CAN ha logrado que los
productos de la subregión circulen libremente sin pagar aranceles.
Hemos avanzado en la creación de un Parlamento Andino; sin embargo,
este organismo no tiene facultades para actuar como tal. Lejos, muy
lejos, estamos del ideal de conformar un solo mercado.
Esperamos que el reingreso de Chile permita potenciar la presencia
mundial de este organismo, que cubre un área aproximada de 4 710 000
kilómetros cuadrados y engloba una población de 105 millones de
habitantes cuyo PBI supera los 206 mil millones de dólares.
Los convenios Simón Rodríguez, referido al terreno sociolaboral y
firmado en 1973, e Hipólito Unanue, cuya competencia está orientada al
ámbito de la Salud, son esfuerzos por integrar a los Países Miembros.
Sin embargo, los resultados parecieran ser menores a las expectativas
que se cifraron durante su concepción.
Tal vez no hemos sido conscientes de la necesidad de integrarnos
debido a una tendencia atávica al caudillismo, que habría producido
ambiciones de liderazgos innecesarios. Mientras que nuestras
estrecheces económicas no han podido acabar con los rescoldos
nacionalistas expresados, en algunos casos, en chauvinismos
trasnochados, una irreflexiva ideologización nos ha mantenido más
separados que unidos.
A estos factores se agrega la actitud suicida de algunos Países
Miembros de no avanzar juntos en las negociaciones en bloque con la
UE. La persistencia de Perú y Colombia por avanzar con mayor celeridad
en la conquista de ese mercado tropieza con la renuencia de Bolivia y
la tibieza de Ecuador.
Este desencuentro nos preocupa y nos confiere el legítimo derecho de
preguntarnos por el futuro de la CAN. Han transcurrido 39 años de
avances y retrocesos. A pesar de compartir tantos factores comunes,
¿qué atentó contra la integración que por necesidad debíamos
concretizar? ¿Tenemos aún alguna señal de optimismo? No obstante estas
desalentadoras peripecias, abrigamos la esperanza de que la CAN se
fortalezca. Está en juego el futuro de nuestros estados y el de los
105 millones de ciudadanos andinos que los conforman. Si bien no es un
mercado muy apetecible por su densidad demográfica, nuestro territorio
tiene los recursos que el mundo demanda. Y esa es nuestra más
contundente fortaleza.
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MARCO ANTONIO ARRUNATEGUI CEVALLOS
DIRECTOR & ANALISTA POLITICO
REVISTA - JUSTO MEDIO
www.justomedio.com